Capplannetta y las tardes repetidas

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Me consuelo con eso que dicen, de que no hay dos días iguales. Y quizá tengan razón. Pero las mañanas se superan con un buen café, y las tardes, repetidas tardes de merienda y café con leche, tardes, innumerables tardes que son el preludio de la noche silenciosa. Te das de bruces con la vigilia y el insomnio. Las tardes son casi crepúsculos que despiden a la luz. Luz que sobre todas las criaturas esculpe su luminoso resplandor y hacemos la pregunta que siempre hacemos. ¿Podemos ser libres bajo la luz del silencio? El silencio te sumerge en el eco y la reverberación del sonido con la música de la risa y la luz completa que en voz baja rueda en los espacios comunes. Piedra que corre no cría moho. Te cambia la sonrisa con la desgana y con la insatisfacción. Poco a poco vas descubriendo la realidad que te persigue. En el pasado mascas la goma de la inocencia feble, y cuando en el presente todo encaja, hay un ayuno de cariño que dura más de lo que creíamos. Por eso debe ser que el amor con amor se paga. Esas tardes. Tardes de siesta y entre todas las tardes, las tardes de domingo, tan lentas como la parsimonia de la vegetal odisea que parte de las semillas. Yo ahora soy un misterio que apetece ser visto, pero sin pose fingida. Es algo parecido a estar solo en una habitación y la vida hierve alocada por el viento. Me pregunto tantas veces mi paso por este mundo, que no tengo claro que sea parte de él. Hay quienes piden el fin del mundo, y los hay quienes no están invitados a ver el mundo. Existen razones para no creer en nada de lo pasado. 

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